El otro día una amiga trajo al grupo de Telegram unos mensajes de una red social que no frecuento. En ellos una madre instaba a los padres a no llevar a los niños de muy pequeños a Disneyland porque no iban a recordarlo. A estos, otra madre respondía diciendo que mejor no llevarlos en absoluto, invertir el dinero y, cuando tengan la edad de conducir, con los beneficios que haya dado, regalarles un coche. Mantenía algo así como que la experiencia Disney no es rentable. O, al menos, que es mucho menos rentable que un coche.
Me parecen argumentos bastante estúpidos, la verdad. Y me entristecen, porque veo con desazón como la idea de la rentabilidad se lo está comiendo todo. A mí misma, no me excluyo.
Todo lo que hacemos tiene que tener una contraprestación de algún tipo que va más allá del goce que obtenemos de la misma. Tiene que contribuir a un bonito feed de Instagram, o perfeccionarnos como personas, o proporcionarnos algún aprendizaje. Tiene que enriquecernos (en el sentido que sea), abrirnos puertas o constituir los cimientos de algo postrero. Hemos llegado a un punto en el que parece que el goce tiene que compensar. Como si gozar, disfrutar, en este mundo cada vez más inhóspito fuese poca cosa.
Hoy vuelven a preguntarme por qué no monetizo más. Por qué no busco la manera de hacer rentable lo que hago. Y la respuesta es clara: porque me haría menos feliz. Porque sería absolutamente dichosa si pudiese dedicar la mayor parte de mi tiempo a hacer cosas inútiles sin ninguna rentabilidad.
Así que mi deseo de hoy es este: que tu goce, o al menos parte del mismo, sea lo suficientemente intenso como para que no necesites que sea rentable. Que los destellos de felicidad vuelvan a ser suficiente.