Tengo un pequeño lunar en la mano derecha. Me parece bastante mono, creo que da personalidada mi mano. Mi sobrina, en cambio, parece que no opina lo mismo. Cuando estuve con ella hace un par de semanas empezó a señalarlo y a decir «pupa, pupa». Acto seguido se fue hacia mi padre, su abuelo, y le repitió «pupa, pupa». Mi hermano, su padre, entendió entonces: quería jugar a las enfermeras. Así que el abuelo sacó un rollo de cinta aislante y empezó a cortarle trozos, que hacían las veces de tiritas, y empezó a curarnos a todos. Lo primero que curó fue mi lunar. Después un arañazo en la misma mano que no sé de dónde salió. Luego, el muñón que su abuelo tiene en el dedo corazón de la mano izquierda, al que le falta la última falange. Al final todos empezamos a sufrir muchísimo para que aquella enfermerita de año y nueve meses nos curase a todos los males fingidos. Y ella tan feliz.
Ahora, cada vez que me veo el lunar pienso en ella. En sus ojos enormes y en cómo, aunque parezca imposible, se hacen más grandes cuando le canto. En cómo me miraba intrigada mientras hacía música en la mesa a ritmo de panaderas y en cómo intentó imitarme moviendo sus manitas de forma caótica y graciosísima. En cómo camina con torpeza por el suelo irregular de la huerta llamando a Lulú, su gatita. En cómo sabe dónde está el pienso y el pan para las gallinas y en cómo recoge los huevos y dice con voz firme «buelo, buelo», consciente de que está haciendo esa tarea para ayudar a su abuelo. En cómo hizo conmigo los gestos, incluyendo tirarme del pelo, cuando le canté «Pimpón». Y en cómo me hizo repetirle quinientas veces la estrofa final:
Apenas las estrellas
comienzan a lucir
Pimpón se va a la cama,
se acuesta y a dormir
Al final, yo apoyaba la cabeza sobre mis brazos cruzados en la mesa y ella hacía lo mismo sobre mis rodillas. «Ven, ven, que te vamos a dormir, ven», le dije. Y alargó sus bracitos para que la cogiese en brazos y la acunase como si fuera un bebé. Yo le cantaba la «Nana del roble» de Eliseo Parra:
Esta niña tiene sueño, tiene ganas de dormir
tiene un ojito cerrado, el otro no lo puede abrir.
Pero sus ojos no estaban cerrados, qué va: redondos y enormes me miraban. «¡Pero esta niña tiene los ojos abiertos, no está dormida!» y ella, pilla, cerró los ojos fuerte, fuerte, con media sonrisa, haciendo explotar mi corazón. Yo seguía cantando mientras miraba su carita, los ojos apretadísimos, su naricilla con ese hueco en la punta, y advertía que si dejaba de cantar, abría los ojos un poco como diciendo: «Si paras de cantar no podemos seguir el juego».
Qué dulce su peso en mis brazos, su olor, su risa y su libertad salvaje. Que bálsamo su voz, su forma de decir gracias cuando da y cuando recibe indistintamente, su tacto que siempre quiere ser cuidadoso aunque a veces no lo consigue. Qué esperanzadora su fuerza y su carácter, su genio y su firmeza. Cuantísimo la quiero, cuántísimo me fascina lo que ya es y todas las posibilidades que orbitan a su alrededor. Y qué miedo, claro.
Mi sobrina siempre me señala una herida que no creía tener. Ojalá pudiese curarse con una tirita hecha de cinta aislante negra.