En uno de mis libros de Conocimiento del Medio del colegio decían algo así como que los dos inventos que transformaron de forma más radical la sociedad en la modernidad fueron la imprenta y el reloj mecánico. Manda narices: la imprenta, que popularizó el acceso a los libros, una de mis cosas favoritas, y el reloj, que nos impuso un yugo de tiempo que rara vez nos podemos sacudir, una de mis cosas menos favoritas.
Si la vuelta de la rutina (odio esa expresión, porque soy perfectamente capaz de llevar una rutina sin que nadie disponga de mi tiempo) me trastoca tantísimo es porque mi tiempo deja de ser mío y de estar gobernado por mis plazos y apetencias y empieza a ser gobernado por otros agentes. El trabajo empieza a ocupar una gran parte de mis días y contenerlo lo máximo posible (mi trabajo tiende a expandirse por tu tiempo libre de una forma salvaje) me requiere un esfuerzo tremendo. Eso conlleva que las cosas que me gustan ya no puedan ser llevadas a cabo cuando me apetecen: tengo que encontrar hueco en la agenda para el gimnasio, para la lectura, para ver a la gente que quiero, para escribir, para tomar un café, para mirar mi red social, para revisar los blogs que sigo. También vuelven otras cosas que me gusta hacer, como los ensayos del coro, pero que ocupan un espacio en la agenda inamovible, lo que implica que las mire más desde la mentalidad de escasez que desde el goce que me producen.
Eso por no hablar de las funciones biológicas. Cuando estuve yendo a mi nutricionista una cuestión básica sobre la que trabajamos es comer cuando tienes hambre. No comer por anticipación (no tengo hambre pero no voy a tener un hueco hasta las 13.00) ni sostener el hambre durante mucho tiempo (porque eso puede llevar a comer de forma atropellada y por tanto a comer más de lo que necesitamos). Eso es más fácil de decir que de hacer, claro. En mi trabajo se come en los huecos, que están marcados de forma inamovible (eso si alguna tarea sobrevenida no los ocupa). Por ejemplo, el curso pasado llegaba a casa a las 16.00 y acababa comiendo, como pronto, a las 16.15. Imaginad mi estado. Eso trastocaba la hora de mi cena, pues, evidentemente, a las 20.30 o 21.00 no tenía hambre. Pero tenía que cenar pronto, porque muchos días me levantaba a las 6.30 y claro, si no has hecho la digestión y disminuído revoluciones, ¿quién se duerme a las 23.30 para conseguir dormir, al menos, unas 7 horitas? Bueno, esa batalla la di por perdida.
Pues lo mismo que con la comida ocurre con el sueño. Durante el verano, igual que como cuando tengo hambre duermo cuando tengo sueño. Al principio la cosa se descontrola un poco, pero acabo terminando por dormir mis 8 horas o poco más diariamente. Durante el curso si consigo dormir 6 horas y media los días que trabajo lo considero un logro.
Total, que me doy cuenta que, cuando trabajo, casi cada instante de mi vida consiste en forzarme para funcionar sin tener mis necesidades básicas cubiertas adecuadamente. ¿Cómo no voy a detestarlo? ¿Cómo no voy a desear que sea posible otra forma de habitar el mundo?
:(
SÍ, SIEMPRE.
Hell yes