Jodida, pero no sorprendida

Lo que se nos queda por decir

Hoy al salir de trabajar tenía un mensaje de mi antiguo compañero de departamento al que debería empezar a referirme como «mi amigo N», porque supongo que eso es lo que es. Me decía que tenemos que quedar, que no podemos dejarlo estar, sin prisa pero sin pausa. Y me decía que este año tiene en clase a una alumna del año pasado que le ha pedido que me transmita un mensaje: que le encanta escribir, y que le encanta la poesía, y que ha leído mis poemas y que le han encantado, que nunca encontró el momento o la valentía de decírmelo el curso pasado.

Ha sido muy bonito. Y más en este momento en el que el cuerpo me pide hacer listas para seguir levantándome por las mañanas y en el que siento que soy una farsante en mi trabajo, una impostora y una inepta.

En esta ocasión el mensaje ha llegado, aunque sea de forma indirecta (es cierto que me habría gustado poder sonreír cuando me lo dijese ella, que viese que me había hecho feliz, hacerle preguntas, en fin, esas cosas) pero me planteo cuántas veces no nos decimos las cosas. Y, consciente de cómo una sola palabra puede desviar un cuerpo de su trayectoria, siento vértigo.

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