Jodida, pero no sorprendida

Las que no cantamos solos

Esta entrada destripa partes (bastantes) de la peli «El 47». Léela bajo tu propia responsabilidad.

Hace poco vi la película El 47. Conocía la historia, más o menos, la trama principal. Pero me ha sorprendido una trama que no es ni secundaria, un arco prácticamente anecdótico pero con una fuerza tremenda o, al menos, que a mí me ha dado una patada giratoria en el esternón.

Resulta que Juana, posteriormente Joana, la hija del protagonista, canta en un coro. En su primera aparición la vemos cantando «El rossinyol» con su coro. En esa misma escena la directora del coro le asigna el solo. Una compañera a su lado intenta quejarse, pero la directora no da lugar a réplicas. Pregunta a Joana si está conforme y ella dice que sí, ilusionada. El plano se detiene en ambas cuando el coro se disuelve. La compañera lleva un pañuelo en el pelo, tiene los ojos azules, es menos vulgar que Joana. También lleva ropa más vistosa y, a todas luces, más nueva: un jerseycito de punto monísimo, por ejemplo. Joana viste unos pantalones pardos de ¿pana? que han visto tiempos mejores, una camiseta desgastada y una camisa marrón también bastante usada. La compañera, cargada de falsa buena voluntad le dice que todo va a ir bien, que ella lo ha hecho muchas veces, y le pregunta si quiere que le preste algo de ropa, para no actuar vestida así. A Joana se le borra la sonrisa y se mira antes de asentir: sí, agradece que le preste algo de ropa. Y ahí se queda, sintiéndose inadecuada, avergonzada de lo que es. Porque el espejismo de que es una más, incluso de que puede destacar entre ellos, ha durado unos instantes. Y la culpa, la responsabilidad, es suya. Suya y de los suyos: de su padre extremeño, hijo de un represaliado, de su madre muerta, de su barrio chabolista. Un poco todo.

Así que Joana vuelve a casa. Tarde. Embriagada todavía por el dulce rossinyol que va a França apaga el tocadiscos de su padre, en el que suena «Gallo rojo, gallo negro» de Chicho Sánchez Ferlosio. «Sempre la mateixa cançoneta», murmura. Su padre la reprende por no haber estado en la reunión de vecinos, porque en esa casa se han enseñado valores, se ha enseñado compromiso, se ha enseñado lucha. Ella dice que no sirve para nada y expresa su vergüenza. Sale al balcón y empieza a ensayar su solo en voz bajita. No es una de ellos, de los que cantan solos, pero tal vez, si se esfuerza... Su padre sale, le halaga el canto. En tono reconciliador intenta recordarle que no tiene que avergonzarse de quién es, intenta poner en valor sus raíces y sus circunstancias pero son interrumpidos por unos actos que desencadenan ciertas circunstancias. Pasan cosas.

Siguiente escena del arco. Joana está ensayando de nuevo con el coro. Toca cantar el solo. Lo intenta, suena un poco ahogado en los agudos, un poco apagado en general. La directora se lo indica, le pide que lo repita. Lo repite. Y lo repite. Y la directora, cada vez más frustrada, la reprende por no ensayar, por no tomárselo en serio. No sabe, ni le importa, ni puede sospechar siquiera lo que está pasando en la vida de Joana: cuánto tarda en llegar al ensayo, cuánto tiene que caminar montaña abajo y montaña arriba, en qué condiciones vive, los conflictos que hay en su barrio, lo inadecuada que se siente rodeada de clasemedistas. Qué más da. Ha tenido la oportunidad pero no se ha esforzado lo suficiente. Joana lo intenta de nuevo, se le caen las lágrimas. Probablemente la directora siga pensando que no transmite nada.

Tercera escena del arco y final. Joana está actuando con el coro. Su madrastra está entre el público y, al lado de ella, hay una silla vacía: su padre está preso por «secuestrar» un autobús y subirlo a su barrio del extrarradio para demostrar que podía hacerse. Suena «El Rossinyol», y suena precioso. Llega el momento del solo: la compañera empieza a cantar con seguridad, con potencia, con decisión, como cantaría alguien que sabe que merece estar ahí. Suena bonito. A su lado Joana se limita a cantar su parte. Una esperaría que se una al solo, que por fin cante con potencia, que transmita todo lo que tiene que transmitir, que les dé su merecido a la directora y a la compañera. Pero no lo hace. La canción acaba y el coro se retira. Pero Joana no. Joana se queda plantada en medio del escenario. La directora la llama susurrando. Pero Joana no se mueve. Entonces empieza a cantar de una manera abrumadoramente hermosa «Gallo rojo, gallo negro». Joana toma conciencia del orgullo de ser quién es, del valor de su clase y de la lucha. Tal vez incluso de que nunca va a ser una de ellos y de que hacernos creer que podemos conseguirlo es otro de sus crueles juegos de manipulación. Así que cambia la canción y transmite. Claro que transmite. Cuando acaba se retira corriendo. Nadie aplaude.

Me ha recordado a Yeguas exhaustas de Bibiana Collado Cabrera, y me ha recordado a mi vida. A cómo existimos algunas que no cantamos solos y pensamos que es porque no tenemos la voz suficientemente bonita, o no hemos ensayado bastante, o tal vez no lo merecemos, sin más, cuando lo que pasa es que...

Bah, qué importa. Lo que importa es que pasa. Que sigue pasando. Y, para colmo de males, creo que ya ni siquiera recordamos cuáles eran nuestras canciones: parece que solo nos queda bailar al son de las suyas.

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