Tengo un superpoder: si una persona pasa suficiente tiempo en mi presencia acabará contándome sus secretos más oscuros. Es especialmente efectivo para personas de los bordes, poco adaptadas, por decirlo suave. Digo que es un superpoder con cierta sorna amarga, pero lo cierto es que en mi trabajo, aunque me supone un esfuerzo emocional enorme, es un gran arma porque me permite hacer mucho bien.
Por ejemplo, ayer. Un alumno me contó que durante las vacaciones había quedado con un chico del instituto un par de veces y que habían decidido empezar a salir. El chaval le dijo que podían actuar con normalidad, ir juntos al instituto, verse en los recreos, visitarse entre clase y clase... En fin, esas cosas que la adolescencia primaveral exige. Resulta, sin embargo, que cuando han empezado las clases nada de eso ha aparecido, que él hace como que no le conoce y que cuando mi chico ha insistido, el otro ha hecho broma de él o se ha puesto agresivo. No es su relato: he visto las conversaciones (como he dicho, se me revelan todos los secretos).
Mi chico es encantador. Es desgarbado, alto y delgaducho, pero sus ojos son muy vivos. Tiene un sentido del humor muy cocky y vacilón, es trabajador e inteligente. Está muy comprometido políticamente, no solo con la causa LGTBIQ+ sino también con el movimiento obrero. Y está desarmariado y sin complejos (con lo que eso sigue costando hoy en día). Es un luchador y cualquier persona estaría bendecida por tenerle cerca. Yo lo estoy. Pero no obstante este otro estudiante ha decidido esconderlo en las sombras, guardarlo en un cajón, bajo bastantes trastos, para que nadie lo vea, pero lo suficientemente a mano, para cuando le apetezca.
La historia me ha llevado a mi adolescencia y a mis primeros besos de prueba. Los llamo así porque he decidido que no contaron. Mi primer beso de verdad, no de prueba, fue a los 16. Es el primer beso que me dio alguien a quien gustaba sin peros, que no se avergonzaba de besarme en público ni de ir de mi mano a ningún sitio. Los que hubo antes de ese, y fueron unos cuantos, no cumplían ese requisito. Mi primer beso me lo dio a los 14 un compañero de colegio bajo las escaleras del polideportivo del pueblo, mientras intentaba meterme mano. Yo sentía que aquello no estaba bien, no era lo que yo quería: no se parecía en nada a los primeros besos idílicos de las películas y las novelas. Intenté zafarme torpemente pero aquello paró cuando él quiso. Se apartó de mí sin decir nada y su despedida fue: «Si dices algo de esto a alguien, te mato».
Mi segundo beso fue, en apariencia, algo mejor: estaba segura de que a aquel chaval le gustaba: no estaba enamorado de mí, no le interesaba como persona, pero, al menos, le gustaba mi cuerpo, deseaba hacer cosas con él. Sí, ya sé que esto es una mierda como aspiración, pero es que yo pensaba que lo máximo a lo que podía aspirar era a ser deseable, ese era el mensaje que me mandaba todo el mundo. Nos vimos unas cuantas veces a escondidas y, aunque un par de amigos suyos lo sabían, nunca nadie nos vio juntos en público. Bueno, lo normal, la vergüenza. En fin. Hasta que me enteré de que, cuando uno de esos amigos se rió de él por estar de rollo con una gorda, él me humilló en público de todas las maneras que se le ocurrierón y se preocupó de dejar claro que todo había sido un juego, que él se estaba riendo de mí. No obstante, volvió a mí, como si no pasara nada. De algún lado, no sé de dónde, saqué el coraje para decirle que no quería volver a verlo. No es que esto tenga mucho que ver con la historia, pero a ver si os pensáis que él era un chaval guapísimo, encantador y carismático. Nada más lejos de la realidad. Pero, de alguna manera, era yo la que tenía que ser escondida. Qué cosas.
Me han escondido infinidad de veces. Unas con crudeza, sin preocuparse en suavizar la situación. Otras sirviéndose, para aumentar el daño, de mentiras y falsas promesas. Todas y cada una de ellas han dejado heridas que me ha costado mucho, muchísimo (años y años) cerrar. Las cicatrices quedan: como dijo Piedad Bonnett, son «la forma que el tiempo encuentra de que nunca olvidemos las heridas». Y como defiendo yo misma, en prosa y en verso, la memoria es nuestra mejor defensa.
Como puedes imaginar, la historia me ha triggereado bastante. A mí ya se me escondió por mí, por mi niño y por todas mis compañeras, así que con mi muchacho de eso nada, mi ciela. El sermón motivacional y empoderante que le he echado a mi criatura deja al de Braveheart por los suelos (es el primero que se me ha venido a la cabeza). Mientras yo le iba dando argumentos y poniéndole ante los ojos verdades incómodas pero necesarias, sus ojos se iban encendiendo, como si realmente se estuviese creyendo que no merece vivir en las sombras solo porque haya quien no soporta la luz. Espero que así haya sido realmente.
Quien no esté listo para nuestro brillo puede apartarse, pero que ni se le ocurra apagarnos. Yo he aprendido a convertir la luz en fuego y estoy dispuesta a enseñar cómo se hace a quien haga falta.