Jodida, pero no sorprendida

La gata del balcón

Esta mañana me he despertado e inmediatamente he empezado a sentirme mal: pensamientos intrusivos, desazón, presión en el pecho. He intentado domar al dragón respirando hondo, concentrándome en la luz que se filtraba por los huecos de la persiana, en el calor que emanaba el hombre que amo, tumbado a mi lado. No ha habido manera. He recordado, con horror, el estadio final de la maldición de la pena, ese en el que la cama deja de ser un refugio, un remedo de pacífico ataúd al menos, para convertirse en una balsa a la deriva que se agita sin cesar y en la que es imposible encontrar la paz. Resignada y derrotada he decidido levantarme.

Él ha subido la persiana y se ha sentado en el borde de la cama a vestirse. Yo me he dirigido hacia él y he empezado a relatarle mis miedos. Entonces he dirigido la vista al exterior a través de la ventana, intentando huir y he me he visto obligada a interrumpir mi relato de penas.

—¿Hay un michi ahí?

Ahí, en un balcón del edificio de enfrente, había una señora sentada desayunando. El sol todavía no bañaba su balcón pero se iba acercando. Frente a ella se alzaba lo que parecía una gata tricolor, eso sí, demasiado inmóvil para dar fe de que lo fuese. Entonces la gata ha inclinado la cabeza hacia el plato de su humana, mientras ella daba un sorbo a un vaso de lo que parecía zumo. Acto seguido ha extendido las patas y se ha estirado majestuosamente, desde las uñas delanteras hasta el último extremo del rabo. En ese momento, al unísono, él y yo hemos gritado la confirmación:

-¡Hay un michi!

Y entonces yo he roto a llorar violentamente. El llanto me ha atravesado como un relámpago y me ha desbordado. Yo he seguido mirando la escena. La mujer llevándose la tostada a la boca con una mano mientras con la otra acariciaba de manera tenue a su minina. La gata paseándose de un lado a otro del balcón, olisqueando las migajas de la mesa, buscando, de tanto en tanto, gestos de atención y cariño. Y yo lloraba sin parar, sin poder intentarlo siquiera.

Eran solo una mujer y su gata, nada más. Una escena de lo más cotidiana: el balcón, la luminosidad de una mañana soleada, una gata curiosa, un desayuno, la ausencia de prisa. Pero me ha parecido tan hermosa en un momento en el que todo me parece tan hostil y desagradable que no he podido soportarlo.

Él, que ya empieza a conocerme, se ha sentado a mi lado y me ha acariciado la espalda. De tanto en tanto ha dejado caer un beso en mi cabeza mientras yo musitaba, desconsolada:

—Es tan bonito...

Y es verdad que lo era. Y yo no solo he sido tan afortunada como para ver esa hermosura sino que, además, he sido capaz de conmoverme hasta el llanto. Puede que la cama ahora sea una balsa, pero todavía queda en mí fuerzas para sentir y, por tanto, esperanza de volver a ganar la batalla.

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