En los últimos años he ido desprogramándome: estoy intentando atender a mis tripas, a esas sensaciones que me dicen que algo no está bien, que una persona no es trigo limpio o que me advierten de que tengo que alejarme de algo aunque no sepa explicar muy bien por qué. En el pasado he acallado a esa voz mediante la fría lógica de la razón y en la inmensísima mayoría de los casos me he equivocado y he acabado metida en un follón de tres pares de huevos. Me daba miedo, ya véis, parecer una histérica o una paranoica. Pero va a resultar que, como dicen las muchachas, ojo de loca no se equivoca.
Anoche caí en que la última bala que esquivé fue precisamente eso: una bala. Tuve una relación igual de intensa que de fugaz con un señor que, para mi propia sorpresa, no manifestó ninguna red flag en nuestras primeras citas. Pero, pasadas unas semanas, empecé a sentirme mal. Empecé a notar que sus preguntas se parecían a exámenes. Empecé a percibir cierta condescendencia en su voz cuando me respondía. Y si algo he ganado en los últimos tiempos es muy poca tolerancia a que me toquen las narices. Ante esas situaciones yo reaccionaba y él, claro, decía que estaba sacando las cosas de quicio.
A decir verdad a veces dudaba. Como yo me sentía incómoda, pero no sabía identificar del todo por qué, llegué a pensar que era una histérica que estaba sobreactuando y sacando la cosas de madre. Pero el ejercicio de escuchar a mis tripas ya estaba en marcha y eso me salvó.
Anoche me vino a la mente una conversación con él en la que, con la distancia, se me hizo la mar de claro que estaba examinándome, que me estaba poniendo a prueba. Me recordó a cómo el ex de Beatriz en Yeguas exhaustas la pone a prueba con la música, encontrando siempre la manera de ridiculizarla y empequeñecerla. En mi caso, en ese momento, yo me sentía tan bien conmigo misma que lo que me sale pensar es buena suerte intentando hacerme sentir inferior, querido.
Mientras repasaba todo esto (en el rato que me lavaba los dientes, no te vayas a creer), me sentí orgullosa: lo vi, y lo hice rápido. Esquivé la bala sin que me diera, sin que me hiciera daño. He aprendido: no me han hecho falta 9 años de humillaciones y maltrato esta vez, no le permití que me empequeñeciese ni un milímetro. ¡Bien por mí! He aprendido.
Pero hoy el pensamiento que me asalta es si he aprendido de verdad. Si no habrá modos sutiles de manipulación, humillación, control o maltrato que se me estén pasando. Si esa persona que yo creo que es buena persona, esa persona sobre la que mi sentido cucaráchido no me dice nada, lo será en realidad. Si no me quedarán tiros que recibir y heridas que sobrevivir todavía.
Y caigo en que esto es lo peor del trauma: que hasta la calma la tiñe del color de la sospecha.