La mayor parte de la gente que conozco, y me incluyo, somos conservantes (qué difícil es medio inventarse esta palabra): queremos mantener las cosas, perservarlas. Tenemos una tendencia obsesiva a guardar, a atesorar. Puede que no en todos los sentidos (yo misma estoy aprendiendo a dejar ir cosas), pero nos cuesta dejar ir. Así, tenemos cajones atiborrados de cables que ya no vamos a usar porsiacaso, una caja con viejas cartas de amor, o postales, un jersey que ya no nos sirve (o un montón de ropa, para el caso), zapatos que nunca nos hemos vuelto a poner, libros que jamás volveremos a leer...
Y bueno, cada quien con sus manías y allá con el uso de su espacio, claro. Pero es que a veces también lo hacemos con las personas por la misma razón: porsiacaso me vuelve a hacer feliz. O, peor aún: porque hubo un tiempo en el que me hizo feliz, aunque no albergue muchas esperanzas de que eso vuelva a ocurrir.
Hay multitud de relaciones interpersonales que se sustentan en ese hubo un tiempo, tal es el poder de la nostalgia. Y la muy puta, encima, nos hace sentir mal cuando por fin decidimos dar el paso y dejar ir: «Pero mujer, ¿cómo vas a distanciarte de esta persona, si te llevó a una biblioteca por primera vez?» o «¿En serio quieres romper esta relación, ¡si has sido muy feliz en ella! (aunque de eso haga bastante tiempo)», o quizá «¡Cómo vas a cortar la relación con esta amiga, si fue a la primera que le contaste que se te había caído un diente!».
Todo porque hubo un tiempo. Y aguantamos, y conservamos, y guardamos, y nos aferramos, sin darnos cuenta que en ese empeño estamos impidiendo que haya un tiempo feliz que podamos recordar en el futuro.
Será que más vale pájaro en mano que ciento volando, claro... Siempre que te valga renunciar a ver cien pájaros volar.