Soy una mujer de pocas certezas, creo. Lejos quedan esos tiempos de mi arrogante adolescencia en los que creía tenerlo todo muy claro, transparente. El paso por la carrera de Filosofía y por la crisis económica de 2008, con todo lo que supuso, me bajaron los humitos a fuerza de lecturas y hostias. Los años que vinieron después, con sus correspondientes experiencias, me sirvieron para darme cuenta que la realidad rara vez es tan simple como para poder decir, con honestidad, que una está segura de algo.
Pero me aferro a alguna certeza que, más que una certeza en sí, es un compromiso con algo que creo firmemente que es bueno para mí, que es lo que me conviene. Doy margen sobre lo que quiero, porque sé que los deseos cambian, pero lo que es bueno o conveniente, en términos generales, es menos mutable. Asimismo, tengo bien fijos en mi brújula moral unos cuantos valores, apunto a unas cuantas virtudes. No muchas, pero cardinales e ineludibles.
Pues me resulta curioso que, siendo una persona que vive entre tantos tonos de gris, esas poquísimas certezas acaben suponiendo un escollo, algo con lo que chocar, que acaben llevándome por la calle de la amargura porque, si bien tiendo a adaptarme a muchas cosas, con esas certezas soy inflexible. Y oye, por lo que sea, tienden a ser requisitos prácticamente inaceptables.
Recuerdo ese pasaje de Cyrano de Bergerac en el que le aconsejan que sea menos brusco, que se congracie con adulaciones con los poderosos, que no sea tan inflexible con sus principios. Y él acaba, en un monólogo genial, diciendo que prefiere quedar más bajo, pero solo. Siempre solo.
Parece ser que ese es el precio...Qué caras se pagan mis pocas certezas.