... y nosotros nos enamoramos.
Qué frase tan dramática, pero qué hermosa. No puedo evitar pensar mucho en ella últimamente.
Hoy, por ejemplo, iba en el autobús. Dos filas delante de mí una pareja muy joven, prácticamente adolescentes, viajan juntos. Ella apoya la cabeza en su hombro, él le besa la coronilla y la abraza. Me conmueven mucho estos gestos en medio del devenir de la ciudad en los días laborables. Entre limpiadoras de uniforme, trabajadores de banca camino de la sucursal y jubilados camino de su revisión en el hospital privado allí están ellos, generando un vórtice que ralentiza el tiempo, inmersos en un paréntesis intangible. Y yo les amo por ello, por desviar con la gravedad de sus sentimientos mi mirada y abstraerme de la mecánica del fin del mundo.
Ayer leía a alguien hablar de la sensación de extrañeza que le provocaba estar mirando decoración para su baño mientras en Gaza moría la gente, mientras Estados Unidos bombardeaba Irán, mientras las vidas de millones de personas pendían de un hilo muy fino sostenido en el campo de juegos de unos niños caprichosos que se perseguían con tijeras.
Y sí, es extraño. Porque el sábado, después de parlamentar descorazonados sobre el ataque de Estados Unidos a Irán, desnudos sobre la cama para sobrellevar el calor, hicimos el amor como si el mundo no se estuviera acabando, como si tuviésemos que compensar todo el odio del mundo queriéndonos. Y me ataca la rabia cuando pienso en ello, pero también la esperanza. Porque el mundo se está acabando, tal vez desde siempre, pero lo mejor la vida se empeña en afirmarse y resistir, aunque sea en escaramuzas propias de guerrilla.