El otro día dije en Mastodon que abandonar las redes sociales mainstream había cambiado la manera en la que vivo mi ocio (me va a costar evitar el verbo consumir) y LaGuiri me comentó que le gustaría leer más sobre el tema. La cosa es que, a medida que ha ido pasando el tiempo me he dado cuenta de que ha sido un cambio más profundo que el que en un principio vislumbré. Así que nada, voy a ver si le doy un poco de orden a algunos de los aprendizajes adquiridos o intuiciones vislumbradas desde que dejé las redes sociales mainstream
Nadie expuesto al marketing puede sustraerse al marketing
No me tengo por una persona excesivamente impulsiva o caprichosa. Además, creo que tengo la cabeza relativamente bien amueblada y que, por distintas razones, suelo ver venir cuando alguien quiere venderme algo. No me considero, en definitiva, una víctima fácil para las estrategias de venta. Pues bien: me he dado cuenta de que estoy equivocada. Probablemente, eso no lo niego, presente algo más de resistencia que otras personas, pero nadie expuesto al marketing puede sustraerse al marketing. Y eso lo sé porque ahora que he dejado de estar tan expuesta a las estrategias mercadotécnicas que imperan en las redes sociales comerciales deseo menos de forma inducida.
Aunque antes no se me antojase cualquier cosa que apareciese por mi feed, sí que he detectado que me pasaba con cierta frecuencia. La publicidad (con frecuencia transmitida por personas normales y corrientes inmersas en la dinámica de estas redes, como yo misma lo era) hacía que tuviese curiosidad por cosas, que las acabase deseando. Estas cosas eran, en la inmensísima mayoría de los casos, superfluas, nada necesario ni especialmente relevante para mí. Sin que yo me diera cuenta, incluso mientras yo creía que estaba haciendo un uso responsable de las redes sociales, mi deseo se estaba dirigiendo a productos concretos. ¿Que cómo me he dado cuenta? Pues porque lo que me interesa o quiero ya no coincide en tanta medida con lo que le interesa a la mayoría de gente que me rodea. Lo cual me lleva al segundo punto.
Mi ocio estaba absolutamente mediatizado por la publicidad y lo viral.
Yo creía que veía una serie o una película, o que leía un libro, porque me interesaba de verdad. Que ese libro, película o serie fuese el que estaba viendo todo el mundo era una mera coincidencia (nunca lo es, pero vaya, no pensaba que tuviera tanto peso). No era así, porque al desaparecer de esas redes sociales (y al dejar las plataformas de streaming, también) he dejado de desear ver cosas que antes veía: honestamente, no me interesan, no siento que me esté perdiendo gran cosa por no verlas. Lo mismo ocurre con las novedades o booms editoriales: es que ya no me entero de cuáles son. No sé si es demasiado pretencioso decir que mis elecciones en relación al ocio son ahora más auténticas, probablemente sí, pero desde luego sí que están más dirigidas por una interacción más humana y menos publicitaria (lo viral no deja de ser una forma muy efectiva de publicidad).
Esto ha llegado a cosas muy pequeñas. El otro día un amigo me hizo referencia a un escándalo con la restauración de una virgen. Yo le dije que me había enterado, que algo había oído, pero que no me interesaba demasiado. Él insistió: cómo se nota que no estás en instagram, todo lo que rodea el caso es surrealista, propio de una película de tu paisano Cuerda. Y yo también insistí: le dije que, de verdad, podía vivir sin meterme en ese pozo, que no me interesaba nada en absoluto. Lo mismo pasó hace poco con la cancelación de un programa de Nickelodeon, el de Tiny Chef. Supe de ello porque una amiga me mandó un enlace a Bluesky. El vídeo me pareció del peor gusto porque apelaba a una emocionalidad profunda para manipular (que sí, que el muñequito es muy mono, pero me enfadó, porque vi una frivolidad tirar de lo que supone un despido de forma tan emocional para evitar la cancelación de un programa de tele). Luego, por dos lados más, me llegó un vídeo bastante gracioso del muñequito cocinando al ritmo de Billie Eilish. Ese sí me gustó. Pero ya está: no me interesaba. No quería saber más. Sin embargo, por alguna razón, medio Interné estaba a topísimo con la cancelación de un programa del que la mayoría no había oído hablar hasta un día o dos antes. ¿No es curioso?
Sin embargo, aunque esto me parece, en general, positivo, creo que tiene también su lado negativo.
A las personas que quiero y a mí están dejando de interesarnos las mismas cosas.
Y eso me da miedo, porque sé que tengo cierta facilidad para aislarme y, sin esos nexos propios de la cultura popular, temo que ocurra. No es raro que mis amigos compartan en nuestros grupos de mensajería enlaces a Instagram o a Twitter que yo ya no me molesto en abrir: el 80% de las veces no puedo verlos por cómo las plataformas los limitan para obligarte a registrarte e instalar su app. Las bromas o referencias que hacen me pasan por encima. Cada vez más cuando hacen referencia a un pequeño evento canónico que ha tenido lugar en estas redes tengo que preguntar un sonoro qué porque no tengo la más mínima idea de de qué va el asunto. Imagino que pasaría lo mismo si yo les hablase del certamen #MissVentiladorDeTecho, claro. La cosa es que yo sé que estoy en redes de nicho, mientras que ellos sienten que todos estamos al tanto de lo que pasa en las grandes redes comerciales.
Tal vez sea un miedo infundado, pero no creo que lo sea del todo. En cualquier caso es un miedo que sirve a las empresas que manejan estas redes: «¿Vas a dejarnos y a perderte todo lo que pasa aquí? ¿De qué vas a hablar entonces con tus amigos?». Resulta que el FOMO funciona, amiguis.
En fin, espero sinceramente que mis relaciones sociales se sustenten sobre pilares que puedan resistir la eliminación del algoritmo y la mercadotecnia. Sé, sin embargo, que no todas lo harán.