Hace muchos, muchos años, en otra vida (esa sí que era otra vida) y en otro blog escribí sobre la ruptura de los padres de una amiga. Todo se desencadenó por el profundo impacto que me causó ver solo un cepillo de dientes en el baño del dormitorio de sus padres.
Ya, ya lo sé, soy una persona bastante impresionable. Cualquier cosa puede provocarme una emoción intensísima. Y eso es lo que me ha salvado al vida en multitud de ocasiones.
Volviendo al tema. Los hechos incontestables es que el señor en cuestión era un cucharacho, una persona terrible, un señor de esos que hoy salen en los periódicos digitales con referencia al #MeToo. Yo, que entonces era una cría de 17 años, lo sabía. El pueblo entero lo sabía. El universo lo sabía. Y aún así, a mí, en aquel momento, la visión de aquella casa tan grande y tan vacía, lo que me provocó fue pena, mucha pena. Hoy, con veinte años más, lo veo distinto: independencia, liberación, intimidad, autonomía... Pero entonces era una cría con el seso comido por el mito del amor romántico.
No fui yo sola: el pueblo entero pensó que pobrecita ella, la mujer abandonada por otra, la que se quedaba sola (su hija, al parecer, no era una persona, tampoco su hermana, ni sus padres). Lo peor de todo es que ella también llegó a creérselo. No voy a entrar en detalles ahí, pero digamos que la travesía hasta salir de ese mar de concepciones erróneas fue larga y difícil.
Pero llegó. Y parece ser que en aquella casa tan grande y solitaria no vio un problema, sino una oportunidad: montó una pequeña pensión con las habitaciones vacías. Ahora tiene un cucaracho menos y una fuente de ingresos más. Y no sé qué pensará el pueblo, ni ella, pero yo lo tengo claro: la que salió ganando de toda aquella historia fue ella. Aunque le haya costado verlo (porque lo que el resto viéramos o dejáramos de ver carece totalmente de importancia).
Me encantan las historias de señoras con final feliz.