Jodida, pero no sorprendida

Con pasión o nada.

A mi madre le gusta un hombre que no es mi padre. Cada vez que coinciden a ella se le ilumina la cara y le cambia la postura corporal. De pronto no puede resistir el impulso de piropearlo. Son cosas inocentes, nada fuera de lugar: «No pasa el tiempo por ti», por ejemplo. Se conocen desde que eran jóvenes y, quién sabe, tal vez le haya gustado desde siempre. He de reconocer, por mucho que quiera a mi padre, que mi madre no tiene mal gusto.

No es la primera vez que caigo en esto: como he dicho, me doy cuenta cada vez que coinciden. Pero nunca antes este pensamiento me había llevado a empatizar tanto con mi madre (a la que he intentado e intento no parecerme, en general, con la fuerza de mil soles). Y es que resulta que ambas somos unas románticas.

No conozco mucho de la vida amorosa de mi madre antes de mi padre, pero sí sé que dejó a su prometido para ennoviarse con él. Aquello, en los años 80, en el rural-rural, fue un escándalo. El prometido, en un intento desesperado de mantenerla a su lado, decidió secuestrarle el ajuar, que ya estaba en la casa que iban a compartir, a lo que ella le contestó que podía metérselo por el culo (palabras literales). La decisión le valió una paliza de mi abuelo y la censura de buena parte de la familia y del pueblo. Había dejado a un señor con cierto poderío a pocos meses de la boda para ennoviarse con un campesino sin tierra y, encima, feo.

Pero lo hizo. No sé si quería a mi padre o no. Tal vez lo hizo porque se sintió atrapada (y esa es otra cosa con la que puedo empatizar: la de tonterías que he hecho para romper alguna jaula en la que sentía que estaba metida). La cosa es que hizo lo que le pidió el cuerpo, el corazón o lo que fuera, lo hizo de manera apasionada y pagando su buena ración de consecuencias. A esa mujer salvaje, rebelde y apasionada, que no se parece demasiado a la que yo he conocido, sí creo parecerme. O, al menos, me gustaría.

He hecho cosas parecidas y, aunque a mí nadie me ha dado una paliza, sí he cargado con juicios, opiniones y rechazo. Por suerte, vivo en una época en la que he podido alcanzar el privilegio de tener independencia económica y no necesitar el beneplácito de nadie para ser y hacer lo que yo quiera. Y, habiendo sido rara toda mi vida, la aprobación social me resulta más bien prescindible.

Lo que sé es que no quiero vivir sin eso, sin esa pasión. Que no me voy a resignar a vivir sin que el estómago me salte o me dé vueltas de vez en cuando y que estoy dispuesta a pagar el precio que haga falta por mantener la pasión en mi vida.

Hace poco vi en el telediario un reportaje sobre un cortometraje documental titulado Las novias del sur, en el que Elena Riera acude a mujeres maduras que fueron novias en su día para hablar de su experiencia. En ese reportaje una de ellas contaba que se enamoró años después de enviudar. Que entonces, a los setenta y muchos descubrió el amor. Y el sexo. La pasión, en definitiva. Ella reconocía haberse casado con un hombre al que no quería (a saber por qué razones, seguro que las tenía) pero, por suerte, la vida le dio la ocasión de enamorarse y de disfrutar de ese enamoramiento, de las caricias deseadas, de los orgasmos. Me alegré mucho por ella. Me emocioné. Y pensé que yo, que he tenido la oportunidad de saber de eso desde bien pronto, tengo la obligación moral de no conformarme con menos. No quiero hacerlo.

(Por cierto, si alguien se entera de dónde ver Las novias del sur, que me lo diga. Tengo mucho, mucho, mucho interés).

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