Eran otros tiempos (siempre son otros tiempos), hace tanto y tanto que a veces casi pienso que me lo inventé. Entonces la noche me prendía como una antorcha. Cuando todo parecía apagarse yo brillaba. En el silencio y el reposo del mundo encontraba yo la música que marcaba mi ritmo y me ponía a bailar. Recuerdo la sonrisa perenne y la actividad (inútil sí, y qué) frenética. Puede que en el mundo diurno, con sus cláxones, sus risas estridentes, sus prisas y sus multitudes no encajase pero la noche me pertenecía.
Ahora la noche me pone triste. Ya no es como antes. Sigo sin pertenecer al día, pero he sido desterrada de la noche. Cada día, al oscurecer, siento que me quedo plantada a las puertas de la ciudadela de marfil oyendo toda la nada de dentro pero sin poder entrar. Tengo mi tiempo empeñado al imperio del sol. «Yo no quería», me digo. «No me quedó más remedio», me digo. «Tal vez no fui suficiente lista, o valiente», me digo.
Yo lo entiendo, aunque me mate de pena. No hay manera más triste de amar que con un ojo en el reloj. Para hacerlo mal mejor quedarse con las ganas. Al menos me quedan las ganas.
Qué viva estaba. Qué hermosa era. Y qué ignorante de mi fortuna.
Desde que no soy una lechuza se me han ido achicando las alas y ya no sé volar. Y no me gusta cómo se ve el mundo desde aquí abajo.